La hamaca vienesa de mi
abuela
fue siempre un ícono de mis
veranos.
El esterillado gastado en
tonos sepias
soportaba los años cansados
de esa anciana a la que
amaba.
Su rutina de horas invariables
era ese balanceo lento y
rítmico
con los ojos en el horizonte
y los pensamientos en épocas
lejanas.
Y después de que ella se
fuera
quedó allí la hamaca, la
vienesa,
sin que nadie osara sentarse
en ella.
Pero a veces suelo tener
visiones pasajeras
de haber visto a la hamaca
mecerse sola,
como cuando ella la mecía,
en aquellos tiempos que
conmigo estaba.
Publicado en mi libro "De poemas y de cantares". 2012
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